No siempre todas las historias de rugby terminan como uno quisiera, pero tienen un final feliz. Porque, como en la vida, uno desea y quiere, y hasta pone todo lo que tiene en pos de un objetivo y no siempre, por no decir generalmente, las cosas caminan para otro lado y lo que queda es ir hacia ese lugar, en lo posible corriendo. Ahí está también el libre albedrío del que siempre hablamos.
Mi sueño de adolescente era, obvio, jugar en la primera del Club pero había algo que me superaba, y era poder jugar el partido adelantado, que en esos años iba los sábados a la tarde, mientras que la fecha se jugaba el domingo. Yo casi siempre estaba ahí, en la tribuna del partido adelantado y era ese día, el sábado, el que se llevaba todos mis sueños. Yo jugaba los domingos a la mañana, con edad de quinta en la cuarta, y cuando el documento me puso en sintonía.
Pero muchos sábados me llamaban los geniales muchachos de la Reserva B, porque les faltaban algunos jugadores para llegar a 15 y allá estaban el jueves, al terminar el entrenamiento de los pibes, para sumar jugadores en las posiciones en las que flaqueaban. Y para mí no había mejor regalo que esa invitación, porque, claro, se jugaba el sábado a la tarde. Y los sábados a mi me parecía que estaba lleno de gente, que el Club rebosaba de chicas lindas y que siempre que me tocó jugar hubo sol.
Asi que el destino se apiadó de mí y cuando me tocó subir al plantel superior fue cuando toda la fecha se movió para jugar de una vez y para siempre, en sábado. Algo así como un regalo del cielo. Pero no todos tienen esa suerte.
El pibe estaba ahí, un jueves, casi todos los jueves, parado sobre la línea de cal, mientras el 15 titular hacía el famoso “contact”, mientras la llovizna helada o la bruma de la medianoche hacían su agosto en cualquier mes de invierno. Cuando el entrenador le preguntaba por qué se quedaba, el apenas sonreía. O mejor dicho, hacía una mueca. Porque era difícil decirle que estaba ahí esperando esa oportunidad que tardaría en llegar. Y no había cambios.
Estaba dispuesto a jugar de lo que lo pusieran, pero no había un lugar. Alguna noche alguno de los viejos, al verlo sentado en una segunda fila de la mesa grande donde se solía cenar, le preguntó por qué no jugaba. Mejor dicho, le dijo -¿vos no jugás?-. La pequeña puñalada le hizo doler, pero una mueca resiliente salió, aunque sin destino fijo. El viejo se quedó esperando una respuesta. Y entonces el pibe dijo –Yo voy a esperar mi oportunidad hasta cuando sea. Estoy metido en esto hasta la raíz-. El viejo asintió con un movimiento leve de su mentón, y dejó escapar una sonrisa de complacencia.
Finalmente llegó el día. Aquél jueves no llovía, y hasta es probable que no hiciera frío. Corrió el contact, dejó todo como siempre había hecho, y el viernes fue un verdadero infierno de ansiedad, un día interminable y una larga noche de insomnio. Pero como decía mi madre, “Todo Llega”, y así llegaron las 15:30. Los último minutos, la llegaba al club como visitante, el pasillo que no termina, el equipo en el vestuario, la charla previa y los minutos que no pasan.
-Es tu oportunidad de mostrar lo que tenés- le dijeron a Tato, el otro debutante, que estaba a su lado. Se cortaba el aire en el húmedo vestuario. Recostado sobre una pared lateral y sentado en uno de esos bancos sin respaldo, era su turno en la arenga. –Ehhhhhh- balbuceó el entrenador mientras buscaba palabras en un diccionario invisible. –Ehh, vos- dejó salir las palabras-… lo que mismo que a él-dijo señalando levemente al compañero de al lado.
Así saltó a la cancha y jugó, probablemente (él lo asegura) el mejor partido de su vida. Adentro, mientras ejecutaba su escueta partitura, no podía disfrutar todo lo que estaba pasando, porque la tarea tenía que ser cumplida, pero sabía que venía bien. Y cuando sonó el silbato, pudo saber que estaba feliz, que lo había hecho bien, y al retirarse, ya muchos lo saludaban, gente que no había visto nunca. Me dijo que eso se siente bien. Unos muy pocos conocidos estuvieron presentes. Pero la fiesta iba por dentro.
El viejo de la mesa larga lo paró ya llegando a la puerta del vestuario visitante. El pibe aguantaba la emoción como podía, pero al ver al viejo se puso difícil. No sé bien que mueca puede haber hecho, porque no llegué a verla, pero el viejo se le puso al lado y sin decir palabra, le pasó el brazo por el hombro y lo acompañó hasta el vestuario.
-¿Y entonces?- dijo el viejo, ya en la puerta, que estaba abierta de par en par y los gritos de alegría se oían desde el interior. -¿Hasta la raíz?-.
-Amo este juego. Estoy hasta el fondo. Hasta la raíz- balbuceó, mientras una lágrima amenazaba con lanzarse al vacío.
Era sábado. El club estaba lleno de gente y había sol.
Marcelo Mariosa
Buenisimo Marcelo!!!
Excelente relato y nos sentimos tan identificados con ese debut. Tantas sensaciones y emociones juntas.
Gracias amigo!!!!