
A lo largo de todos mis años junto al rugby, y no voy a denunciar el número para no caerme del calendario, el Viejo Juego ha tenido una injerencia vital en mi vida. Siempre explico que hay tres tipos de “educación” desde mi punto de vista, y una claramente queda en casa, con la familia, donde se aprende todo lo relacionado a la vida misma, al trato con los demás, al amor, al respeto, a los límites. Luego viene la educación formal que te dan en la escuela; ahí uno se instruye en conocimientos, que vendrán a construir tu estructura de información y a dotarte de saber, que te permitirán hacer luego cosas más complejas. Y en mi caso, vino el rugby a ayudarme a socializar, comprender las interacciones, aceptar la derrota como una enseñanza, a dominar mi ego y mi violencia, a levantarme rápido, aunque duela, a correr para asistir a mis compañeros, a tomar decisiones rápidas y a no renegar de ellas, a solucionar lo que se plantea y a jugar en la vida de la manera que ésta se pone de frente.
En mi memoria hay miles y miles de imágenes que en parte se confunden, otros cientos que están grabadas a fuego, recuerdos de voces, personas, jugadas, algún try. Es muy claro que, al ser todos distintos y ver las cosas con cristales diferentes, aunque a veces parecidos, podemos sentarnos cien veces a repasar las vivencias con diferentes recuerdos, lo que hace las reuniones de viejos amigos algo muy divertido.
Pero hay momentos en la vida del deportista de rugby, y quizá también de todos los otros juegos, que dejan a través de los años una marca, por diversas razones. Eso me preguntaban los amigos en el último asado en el campo de Martín allá en Areco, cuál había sido el partido de rugby que más me había alegrado y también cuál había sido el más triste.
Mi mente volaba a velocidades increíbles buscando la respuesta correcta, pero las imágenes, los recuerdos y las sensaciones se agolpaban en el pequeño agujero de salida que te permite poder expresarlo. Pude recordar dos momentos que por diferentes razones habían llenado mi corazón. Uno, en un partido de amistoso con aquélla humilde cuarta división, justo en la casa del Mosca, contra un equipo poderoso. Por alguna razón, los planetas estuvieron alineados y todos jugamos de manera especial, yo recuerdo haber tenido un gran partido y nos llevamos un triunfo sin significancia en puntos, pero con enorme valía en nuestros jóvenes corazones. Y sí, el Mosca no cabía en su pecho y su amplia sonrisa, completada con todos sus prolijos dientes, casi le llegaba a los lóbulos de las orejas.
También recuerdo con fruición aquel debut en 3456, esa cancha mágica con su tribuna de madera, la casa en la esquina del in-goal y la vieja construcción inglesa del lado norte. Lo recuerdo no sólo por el bello triunfo (35 a 11 recuerdan mis ojos que siguen mirando el tablero del balcón de la casa) sino porque ese día estrenaba camiseta y medias que me trajo Cachito… que me quedaban chicas. Antes de que pregunten, claro que aún tengo esa camiseta, la primera “lightweigt” o liviana hecha con materiales de poliéster, donde el agua y el barro no se adherían.
Pero el partido más triste no lo jugué yo y el dolor se mantuvo a través de los años, lo cual es algo difícil de explicar. Yo siempre fui hincha, porque no podría decir fanático porque no me identifico con el fanatismo) de los gloriosos galeses de los años 70s, lo que ellos llaman los Golden Eighties, y el motivo es que crecí viendo jugadas que venían en filmaciones que apenas podían verse y, entre ellas, el famoso try de los BaBaas británicos a los All Blacks que todos hemos visto alguna vez. Aquel equipo, donde jugaban J.P.R. Williams, Phil Bennet, Gareth Edwards, John Dawes, John Bevan y Steve Fenwick, entre otros talentos para jugar el Viejo Juego.
1976 jugué mi primer año de cuarta división con edad de quinta. Yo me imagino que me vieron grandote y me mandaron sin preguntar. Ese año, se hizo la gira de Los Pumas a Gales, con un equipo muy sólido basado en lo que el equipo argentino jugaba en ese momento. Creo que muchos que no vieron el juego de esos años, que era por cierto bastante brutal y quizá confuso, deberían buscar y repasar la velocidad del mismo, la improvisación y sobre todo, las habilidades para jugar en los espacios.
El 16 de octubre, luego de varios triunfos menores, tal como se procedía en esos años con las giras internacionales, se jugó en el mítico Arms Park (hoy al lado del Millenium) el cuarto partido de la gira, con un entusiasta equipo argentino que había perdido a su capitán, el Monito Rodríguez Jurado, por una lesión. No puedo recordar si vi ese partido en directo, estimo que no, pero sin dudas su resultado y la forma en que se dio no sólo fue imborrable, sino que me provocó una angustia que se fue apagando con el tiempo y con el devenir del rugby, que ha ido cambiando, pero sin lugar a dudas todo me pareció como traído desde una historia de terror, como en esas películas que terminan mal cuando no lo ves venir y definitivamente no querría volver a ver.
Faltaban pocos minutos para terminar el partido que ganaban Los Pumas por dos, y desde el fondo se viene J.P.R. Williams esquivando muñecos, tal como era su innegable habilidad, y al llegar a las 51 yardas, apenas pisando el campo argentino, el Chiquito Travaglini le hace una furca, que viene a ser un tackle al cuello pero con el brazo extendido, lo que provoca que el 15 del Dragón volara de manera inversa, es decir, su cuerpo siguió avanzando mientras su cabeza se mantuvo junto a Travaglini, lo que causó que el Referee cobrara penal. Y cobró penal por lo violento del asunto, porque una furca no sería penal si no hubiese sido con esa intensidad.
El referí marca el penal y lo marca en la yarda 42 hacia los postes y no en la mitad de la cancha, lo que se traduce en que el pateador quedaba más cerca de los postes argentinos de manera injusta. Obviamente, Bennet, un jugador bajo, quizá un poco ancho, de cabeza grande y algo patizambo (las piernas combadas hacia afuera) pero quizá uno de los mejores jugadores de la historia en su puesto, cumplió con su trabajo, puso la ovalada allá arriba y entre los postes y ya no hubo tiempo para más. Arriba Gales 20 a 19 y ese casi triunfo ahogado por ese penal, que podría haber sido evitable, pero claro, hablar a la distancia del tiempo y el espacio es de un desagradecimiento superlativo. Sin embargo, ese dolor, esa angustia del resultado que cambió a último momento nos lleva a pensar, una vez más, que se trata de un juego que juegan personas, que puede haber errores y que debemos aceptarlos, y que estuvimos a un par de minutos de haber grabado una marca indeleble en la historia Puma, marca que se cubrió con muchos otros logros que tienen el valor merecido de saber y entender quiénes somos y qué tenemos para mejorar en todos los aspectos.
Eso sí, en la fallida marca del referee no hubo mala intención, porque la infracción había sido más o menos por ahí, y el juez siempre tiene razón, aunque no la tenga. O como dijo el Mosca una vez que nos dirigía, porque no había referees disponibles, y señaló un try del adversario siendo que no había llegado a apoyar en el in-goal por más de medio metro, donde las líneas apenas podían verse. Ante mi “humildísimo” reclamo, como capitán del equipo (porque de otro modo me hubiese expulsado/crucificado/ahogado en barro u otro cualquier tipo de sanción personal) me dijo: – “Tiene usted razón, pero ya lo marqué”-. Con lo cual, me di vuelta, y me paré debajo de los palos, como debe ser.
Marcelo Mariosa
Gracias querido Marcelin !!!!
Tengo grabado como vos, un par de partidos que me llenan de orgullo por haber revertido un resultado estando en cero y haber logrado un triunfo y otro jugado en Uruguay frente a Trouville, de dónde mis débiles hombros sufrieron mucho los tackles y porque considere injusto el resultado lo que me ocasionó llorar en un rincón del vestuario.
Y claro que recuerdo Gales – Pumas del Chiquito!!!!
Viva el Rugby !!!!
La vida es Bella !!!