Mi Zapato Roto – La Pluma del Ruck
Entre la niebla del tiempo que navega dentro de mi cerebro, inexplicablemente algunas vivencias quedan marcadas a fuego hasta con los mínimos detalles y otras se escapan de mi reservorio sin mayores explicaciones, pero en las sucesivas (y a veces no tan continuas como yo quisiera) reuniones con amigos me traen recuerdos que vaya a saber uno por qué se diluyen. Y ahí sí, como por arte de magia, vuelvo a vivir aquéllas cosas que tenía casi olvidadas y me entrego a las exactitudes muchas veces inexactas de los recuerdos de mis amigos y entre todos formamos una verdad parecida a lo que fue la realidad. Por supuesto que todo esto es en voz alta y con risas que rebotan por las paredes y que nos vuelven. Esto, para un rugbier, viene a ser la sal de la vida.
También las fotografías tienen su espacio. Momentos inexorables que quedan fijos, antes en papel y en colores de la gama del gris, luego una mezcla y ahora super fotos tomadas con los teléfonos celulares con 3 cámaras que te marcan hasta los granos de la cara. A través de un montón de años como jugador de rugby tengo demasiadas pocas fotos, algunas cedidas por fotógrafos de los medios, alguna de algún amigo que sacaba algunas pocas. Los viejos compañeros han recuperado fotos que yo nunca había visto y ahí estoy yo, flaco y con pelo, lleno de vida, casi inmortal, como todos creemos serlo a los veintitantos.
Yo tengo varias historias personales que puedo traerles y una de ellas tiene que ver con mis zapatos de rugby. Yo sé que desde mi época de jugador juvenil se les decía “botines” pero yo preferí adoptar la forma que usaba el Mosca para referirse al calzado deportivo, ya que antes de antes se usaban botas bajas o zapatos a los que se le adosaban tapones que no eran otra cosa que un clavo que atravesaba una cantidad de recortes redondos y que se metía dentro de la base del zapato. Generalmente se usaban zapatos usados o viejos, los que se transformaban en zapatos de rugby. Claro, tales adminículos, cuando se gastaban las “arandelas” de cuero, dejaban a la vista la cabeza de los clavos y existieron muchos cortes por tal causa.
Conocida es la historia entre CUBA y Pucará, cuando el medioscrum del Rojo de Burzaco accidentalmente le hizo un corte al hooker de los de (ahora) Villa de Mayo, quien, desesperado, pugnaba por volver a la contienda para no dejar a su equipo con uno menos (en esos años no había cambios). Su corte era profundo y lo recomendable era quedarse afuera e ir a ver a un médico, pero Achával, el hombre de CUBA, luchaba con furia para que lo dejen continuar el juego, ante el pedido de sus amigos y compañeros de que no lo hiciera. Entonces el Gringo Ehrman, probablemente (según los expertos que lo vieron jugar y a pesar de las dificultades para establecer parangones) el mejor medioscrum de la historia argentina, le dijo con la simpleza y caballerosidad que reinaba y debe reinar aún hoy dentro del rugby: -“No te preocupes, Chancha, yo salgo de la cancha y me quedo acá con vos, así los dos equipos juegan con catorce”-. Dicho esto, se sentó al lado de su adversario y amigo y vieron el partido desde el costado.
Yo arranqué mi vida deportiva, luego de mi llegada desde mi querido pueblito costero, con unas botas bajas de la marca de las tres tiras que tenían 6 tapones (cosa rara en esos años, ya que lo común era usar siete tapones, uno en la punta) y la puntera de acero (digamos como para ajusticiar alguna mano entrometida en un ruck) que me compró mi viejita con mucho esfuerzo, y que me quedaron chicos en muy poco tiempo (entre la Navidad en que recibí el regalo y el marzo que empezaban los entrenamientos) y que logré cambiar mano a mano por algún modelo de un compañero que le gustaron mis flamantes botas bajas de tiras amarillas.
Entonces veo la foto de mi segundo seven de 4ta división (recordando que jugué tres años en esa categoría), donde está todo el equipo y yo estoy sentado en el pasto, tapando un enorme agujero que enseñaba mi dedo gordo del pie derecho a quien pasara. Esa foto en tonos de grises me quita una sonrisa profunda, porque me lleva de nuevo casi a donde empecé, recuerdo el fanatismo que sentía en esos momentos y que se ha mantenido a través de los años, la cantidad de veces que vi el try de Gareth Edwards a los All Blacks en una suerte de único modelo multimedia que teníamos en esos años (una cinta de super8) y la desesperación por aprender, saber más y tratar de entender mejor el juego, algo en lo que he mejorado sin dudas pero que sigo aprendiendo.
Mi humilde zapato roto fue para el caso una piedra angular de muchas cosas que pasaron después y al recordarlo siento esa pasión irrefrenable que me causa el Viejo Juego, sin importar cómo hayan sido los eventos que permitieron conformarlo y que gracias a las reglas 9 y 10 se separaron del fútbol.
Ahora el juego no se llama más “Rugby Football” (el fútbol de Rugby) sino Rugby solamente. Y aquéllos que contribuyeron a crearlo, desde donde estén, deben estar orgullosos. Sobre todo por todos aquéllos que lo hacen por puro amor al juego y a lo que el propio juego te regala, dentro y fuera de las reglas.
Marcelo Mariosa