
Cuando hablamos de un deporte cualquiera, hay que entender muchas cosas que son las que lo conforman, desde las perspectivas técnicas y sus respectivos posibles intérpretes, las posibilidades físicas de realización, ya sea de las personas y de los medios, los alcances de las posibilidades de llevar adelante ese deporte y para el final, qué personas serán las que dirigirán, enseñarán, formarán a los deportistas y qué habilidades interpersonales tienen para llevar a cabo tamaña tarea.
Para el caso siempre recuerdo a Bruno D’Ampezzo, un pibe que vendía más que lo que producía. Era, de alguna manera real o figurada, heredero de un título nobiliario de un abuelo o tatarabuelo del norte italiano, tan al norte que en algún momento había sido el Imperio Austrohúngaro y luego Suiza, pero, en verdad, es que venían de la Italia moderna.
Era, para decirlo de alguna manera, demasiado fino fuera del campo de juego, con ropa que no era común usar entre los pibes del equipo, no sólo por la calidad, sino por las formas; y me explico: venía al club con un sobretodo de lanilla europeo, zapatos negros lustradísimos, sweaters gruesos andá a saber de dónde, todo finísimo. Nosotros estábamos de jeans y zapatillas, camperas “infladas” que se usaban en esa época y demás cosas del tipo, como camisas de Teen’s y botas salteñas, hechas en Buenos Aires, así que de salteñas no tenían sino la forma parecida. Bruno no cuidaba esos tesoros, sino que los descuidaba casi a propósito, para traer otra cosa la próxima vez.
Pero en la cancha, el tipo era un demonio enloquecido, una fiera difícil de domar. Siempre que se armaba la batahola, él era el centro del escándalo. Capaz de sonreír en el momento más caliente, Bruno tenía una mano pesada que, si te calzaba, te dormía. Y el Mosca, tan didáctico e inoportunamente dictatorial, se hacía bien el gil, porque el rugby “es un deporte de hombres” decía, con un tono mezcla de burlón y malvado. Y lo decía justamente él, que apenas había jugado hasta la reserva, porque según él mismo, no tenía ni talento ni valor para jugar al rugby.
Muchas veces, en reuniones entre todos los hoy veteranos de esa cuarta división, hemos conversado sobre cómo era posible que un tipo que no había jugado mucho y que no disfrutaba de la batalla en el campo, nos estuviera “coordinando”, como prefería decir. Y vaya que nos coordinó adecuadamente.
A lo largo y a lo ancho del país existe, gracias a Dios y a las voluntades de muchos hombres y mujeres, las manos que tejen el increíble entramado del rugby argentino. Muchos de ellos con no muchas más armas que su deseo, voluntad, amor por el juego y su corazón. A medida que el rugby crece, se destapan los pies de esa manta corta que es el manejo de todo eso que el Viejo Juego provoca. Y digámoslo de una vez: los que comenzaron con este juego, y más los que decidieron separarse del fútbol de Eton y seguir el fútbol de Rugby, jamás pensaron, estoy seguro, en lo que el juego provocaría en la sociedad y en las personas que lo practicaron y practican y sus familias. Porque al principio de todo, cuando el try no tenía valor y dos tries te permitían patear a los postes para lograr un gol, se trataba de hacer un deporte, y no mucho más, excepto esa tradición británica de tomar un té en medio o luego de la contienda (ver cricket), que no estoy seguro en qué momento comenzó en el rugby. Luego, ya en Argentina, los clubes británicos realizaban todos esos deportes que conocemos para mantenerse unidos y de paso conocer chicas “paisanas”, como diría mi abuelo José.
El rugby en Argentina tiene un desarrollo absolutamente ligado a una idiosincrasia que se fue formando a lo largo de los años y gracias a que todavía perdura, aunque tengo por sentado que algunas de las costumbres quizá vayan cayendo en saco roto, es probable y así espero, que las camadas más jóvenes adapten a su manera aquel estilo de relacionamiento, amistad y reconocimiento de pares que antes existía y aún perdura. Porque al final de la jornada, lo que vale para el 98% de la población rugbística de Argentina, lo que vale es lo aprendido, en el juego y en la vida, porque todos esos no van a vivir del rugby. De hecho, los que pueden vivir bien del rugby serán tan pocos que se pueden contar con los dedos de las manos. Y eso, hay que tenerlo en cuenta. Porque no se trata de “fabricar” jugadores y ser mejores que el otro, sino de formar personas que sean los mejores jugadores de rugby que puedan ser, y entre todos, conformar un verdadero bloque. Un bloque indestructible.
Ah sí, Bruno, que no se llamaba Bruno, siguió la carrera diplomática, y fue embajador en importantes países del mundo, representando y muy bien a nuestro país. Y, según él mismo me lo dijera, no le pegó una trompada a nadie más. Y yo le creo.
Le creo porque él era (y es) uno de los nuestros.
Un hombre de rugby.
Marcelo Mariosa
Notaza!!!Negro, cada día te superas!
Abrazo de try
Furia