Las giras son una parte del rugby que cumple y cubre un espectro de las vivencias que hay que transitar. Claro, como en todas las cosas, hay clubes que se van a Europa y otros que buscan lugares cercanos a dónde el bolsillo les permita llegar. El efecto debería ser similar, aunque no lo sea, porque una cosa es pasar por la torre Eiffel y la otra por Zárate-Brazo Largo. Sin embargo, ir a algún lado a compartir el rugby y la vida no deja de ser un regalo del cielo.
Los que van de gira no sólo representan a su Club, sin a sus familias, a su barrio o ciudad, y también a la Unión donde juegan sus partidos. Y muchas veces esa gira, que puede parecer cercana, cuesta una barbaridad porque donde hay bolsillos flacos el esfuerzo es doble.
La famosa y casi inadvertida cuarta del 77 no tuvo gira, pero sí la campeona del 78, que juntó pesito tras pesito para ir un fin de semana a Bell Ville y de esa gira que tiene 45 años ya quedan historias pegadas en los corazones y retinas de muchos chicos que hoy son señores mayores y que cada tanto se reúnen a reírse a carcajadas de esas pequeñas historias vividas en una ciudad que nos recibió con los brazos, los corazones y las puertas de sus casas bien abiertas, y de paso nos dieron de comer como para que el partido que se jugó en el estadio de fútbol local, nos costara un poco más. Mis compañeros pueden volverme a agradecer el try que decretó el empate y mantuvo en alto el orgullo porteño.
Los tiempos han cambiado y ya irse a una gira larga como la de Nueva Zelandia del 82 es simplemente imposible, y ya no sólo por los costos. Quizá algunos equipos juveniles, deslindados de responsabilidades, aún podrían hacerlo, pero se hace difícil: Sin embargo, la experiencia de compartir cada instante de una gira con los compañeros de equipo afianza la amistad, estrecha vínculos y a acerca a aquéllos más reacios a “juntarse”. Pero claro, el esfuerzo para juntar el dinero sigue siendo un punto de inflexión.
Los pibes estuvieron más de un año juntando los pesitos uno tras otro. Rifas por diferentes cosas donadas, de esas que se venden a través de los números que se arrancan, la venta de facturas y café cuando jugaba la primera, y con ellos el esfuerzo de todos, que incluyó la venta de ravioles que una mamá hacía. Así y todo, la inflación los iba corriendo y cuando creían que ya estaba, faltaba un poco más. Fue entonces que todos se miraron a la cara y decidieron hacer algo, poner la fecha, arreglar los partidos e ir de alguna u otra manera.
-Vamos en un camión- dijo el Laucha, sin pensar que eso no era posible. –O en tren- sugirió Pepino, aun cuando los trenes no llegaban al destino elegido. No había ni autos ni disponibilidad para todos y algunos iban a viajar sin saberlo porque no llegaban a juntar el dinero, pero el grupo dijo que iban todos o no iba ninguno. Así que, todos.
El destino era Entre Ríos, porque esta vez la “gira” era un campamento, por lo que el cargamento incluía carpas y bolsas de dormir. Pelotas de rugby, claro. Como acompañantes iban algunos padres, también jugadores de juveniles mayores y del plantel superior. La idea era la de siempre, que los pibes se diviertan, que generen responsabilidades, que el grupo tenga una vivencia única y allá fueron.
Esta historia es tan vieja que no existía todavía el puente Zárate-Brazo Largo y se cruzaba en una balsa. Y no había celulares, ni tablets, ni internet ni nada de eso. Apenas los teléfonos públicos que se usaban con un cospel cuando del otro lado no todo el mundo tenía un teléfono en casa. Pero todo era una fiesta cuando el Ruta Azul salió de Constitución rumbo norte. Atronaban los cantos, la alegría, las bromas. A los 11 años la vida es color tenue y sutil.
Pero a Toto no le cayeron bien los sándwiches de mortadela y la naranja Fanta. O algo así, por lo que la excursión, que incluía visitar el Palmar de don Colón (no le vamos a quitar ahora el título que se ganó por añejo) porque el malestar del medioscrum fue un poco más firme de lo deseado y los más grandes se asustaron un poco. Si bien ante la mejora del joven, casi todo volvió a la normalidad excepto que el palmar quedó muy lejos. Demasiado lejos. Tan lejos como inalcanzable.
Ya a la vuelta, que fue un 23 de diciembre, no había lugares suficientes en el ómnibus por lo que unos cuántos chicos vinieron sentados (y luego dormidos) directamente en el pasillo. Por alguna razón imagino un desajuste de algún tipo en la empresa de transportes y entonces la presión de los mayores para que todo el mundo volviera a casa antes de Navidad.
A pesar del viaje, de las risas y los recuerdos, el equipo quedó “tocado” por lo que no pudieron hacer, que era visitar el Palmar y en cada reunión se hacían las bromas consabidas y hasta habían creado una canción que, si mal no recuerdo, decía “el Palmar, el Palmar, el Palmar te va a agarrar, y te puede desnucar…” o algo así.
Tanto fue el cántaro a la fuente, tantas veces repitieron la canción entre risas, que al cumplirse los 45 años de aquélla “gira” los señores ya mayores decidieron volver todos juntos a conocer de una vez el lugar, llevando a los entrenadores y acompañantes de aquélla pequeña gesta que no deja de ser inolvidable. Y claro, fueron casi todos, esta vez, mejor “munidos” de viaje y comida. Y entonces, al llegar, se bajaron de las combis, estiraron las piernas, sintieron que tenían 11 años de nuevo, aunque sea por un instante, y se abrazaron entre lágrimas, recordando a algunos amigos que ya no estaban más, incluyendo a Toto.
Y en medio del abrazo, debajo del hermoso sol de diciembre, mientras algunas lágrimas rodaban por las mejillas, se escuchaba bajito, pero muy bajito, la canción que debía morir ese día, pero que en realidad estaba naciendo.
“El Palmar te va a agarrar, y te puede desnucar, pero no puede olvidar, que no vas a claudicar”. Marcelo Mariosa